Alma Delia Murillo
28/04/2012 - 12:02 am
Mujer sensata
Aquí yace un hombre exitoso, le sobrevive una esposa extraordinaria. Juntos formaron un matrimonio ejemplar. Elena nunca se preguntó qué putas quiere decir el éxito ni para quién, ni cómo ni por qué. Y cometió el doloroso error de escuchar demasiado los consejos de su madre y muy poco a sus instintos: cásate con un […]
Aquí yace un hombre exitoso, le sobrevive una esposa extraordinaria. Juntos formaron un matrimonio ejemplar.
Elena nunca se preguntó qué putas quiere decir el éxito ni para quién, ni cómo ni por qué. Y cometió el doloroso error de escuchar demasiado los consejos de su madre y muy poco a sus instintos: cásate con un hombre exitoso, le había dicho. Y trabajador, para que no tengas tantas carencias como tuve yo.
Y eso hizo, se casó con un brillante consultor internacional en reingeniería de procesos, lo que sea que eso signifique en este ridículo mundo donde lo importante no importa y las pendejadas se vuelven títulos nobiliarios.
Nunca lo vio llorar y nunca, nunca vio en sus ojos esa indefensión absoluta con la que contemplan los hombres enamorados. Cuando los hombres miran así, el mundo es un milagro. Pero Elena no lo supo, no con él.
Supo, eso sí, de comprar un departamento y luego una casa. De mirar el techo mientras él la penetraba y preguntarse una y otra vez porqué no podía tener un orgasmo si no era reconstruyendo fantasías. Después de muy pocos meses de casada se enteró de la sequía que deja a las parejas sin la necesidad de tocarse, de recorrerse los cuerpos. Pensó que era normal porque “lo normal es estar tranquila”, le había dicho su madre. Supo de no tener que preocuparse por el dinero y la seguridad material –frase que las mujeres de su familia le habían repetido como un mantra– y de no tener que buscar un empleo para contribuir a la formación de un patrimonio sólido y respetable.
No supo de tener hijos. Para tener hijos hacían falta ganas de coger, de devorarse uno al otro: ganas. Supo que los hijos no llegan sin deseo.
Y un día supo que su marido era tan exitoso como infiel. O tal vez lo supo desde siempre. También supo que no le dolía, o no tanto como hubiera imaginado.
Mamá no le había dicho qué hacer si un buen marido y una buena esposa no se aman.
Elena era incapaz de distinguir la ternura de la tristeza, la tristeza de la indiferencia y la indiferencia de la muerte. ¿Cómo iba a saber que no sentir dolor era una señal de que nunca estuvo enamorada?
No quiso hablar con él ni hacer reclamos. El silencio se volvió total, la distancia entre los cuerpos se volvió infinita. No le contó a nadie, aprendió a sonreír amablemente cuando su madre y sus tías le decían lo afortunada que era por tener a un hombre tan responsable, tan buen proveedor.
Una mañana, el exitoso no pudo levantarse de la cama, los músculos no respondían: su cuerpo había decidido traicionarlo, la vida le decía que el éxito era el menor de los triunfos si era imposible hacer que un pie se pusiera delante del otro.
Docenas de médicos especialistas y hospitales, cientos de análisis clínicos, miles de pesos, ninguna esperanza.
¿Por qué tengo que cuidar a un hombre que no me ama? Se preguntó Elena por primera vez. Entonces decidió no levantarse de la cama. Depresión, dijeron todos.
Ningún médico ni hospital, ningún análisis clínico y todas las esperanzas: que él se muera pronto. Que yo pueda respirar de nuevo.
Tres años de agonía: un suspiro y una eternidad.
Bajo la piel de Elena el epitafio es otro.
Aquí yace un desconocido con el que elegí estar muerta durante veintinueve años. Ahora intentaré descubrir de qué se trata la vida.
@AlmitaDelia
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